viernes, diciembre 12, 2008

La Fuga de Helena



"Helena y sus riquezas serán el premio del combate: el que venza, demostrando ser el más fuerte, lleva a su casa, como es de justicia, a la mujer con todas sus riquezas."
Homero, Canto Tercero, La Iliada


Agarrada de un clavito estaba la imagen de la Virgen Gitana. Al lado izquierdo de esta, el espejo. El espejo de mimbre era grande, se imponía sobre el pequeño gavetero lleno de cremas, perfumes y otros frascos innumerables. En la esquina superior derecha estaba pillada con uno de los bordes la foto de Elena, la abuela. En la otra esquina, una del Cristo milagroso. La imagen se revelaba en el centro. Esa noche Helena se miró bella, más que nunca. Su pelo rizado y negro amarrado para que no le molestara cuando se maquillaba. Una línea negrísima y ancha cruzaba sus párpados de lado a lado, también en los inferiores, yéndose un poco más allá de su límite. Sus ojos almendrados se veían más rasgados. Había un reguero de tonalidades violetas que llamarían la atención de la persona más despistada del mundo. Las pestañas no necesitaban mascara, bastaba con su longitud y color para abanicarse el rostro entero. “Con unos ojos así cae cualquiera”, siempre le decía su abuela. Esos ojos eran capaces de provocar terremotos, y otras catástrofes candentes en el cuerpo de los hombres, quien sabe si en algunas mujeres también. No dejaba de mirarse, era un amor propio que sólo ella sabía valorar. Con el delineador pronunció un poco más el lunar que tenía en su pómulo derecho. Ese que también tenía él…


—Vente mi morenita, vente conmigo. Sí, ven. No te niegues. Compláceme morenita. Anda, complace a tu papi… ven.
Ella lo amaba tanto, estaba enamorada de él. Jugaba con sus cachetes, se los apretaba. Él le decía que la quería. Le besaba la frente.
—Mira, tienes uno igual que yo—le decía mientras presionaba su lunar. También le acariciaba el pelo, jugaba con sus formas.


Era una seducción leve, inocente. Ella lo quería mucho. Reía con sus caricias. Ahí fue que descubrió que le gustaba sentirse querida por los hombres.
Terminó de pintarse los labios. Le haría honor al cliché, a las divas de los cuarenta, a las que iniciaron la profesión, que seguro no existía nada más provocador que un par de labios rojos. Se retocó los pómulos, ya bastante rosados, un poco más de polvo en el mentón para esconder la cicatriz de aquel ataque horrible, fue la última vez que lo vio.


—Morenita, hazme caso. Cierra la boquita, no, mejor ábrela.
Su aliento cortaba, apestaba a un excesivo consumo de alcohol.
—No quiero, déjame—gritaba casi silente asfixiada por la mano de su progenitor. Él paseaba una navaja por el rostro de Helena mientras la escupía. La aguantó contra la pared. Comenzó a tocarla por todo el cuerpo. Helena lloraba. No podía hacer nada. Mamá era una cobarde, siempre desaparecía en esos momentos. Trató de zafarse, el presionaba más sus ingles contra las de ella.
—Tranquila, tranquila.


Cortó de un solo tajo el mentón de la niña para que entendiera que él era el que mandaba, que ella debía estarse tranquila. Elena, la vieja, apareció gritando para salvar a su nieta. Con un palo golpeó la cabeza del raptor de inocencias, lo hirió. Este salió corriendo como pudo de la casona de madera. La niña lloraba acurrucada en el suelo. La abuela lloraba de pie en la puerta. Él nunca volvió. Mamá tampoco.


La camisilla negra era bastante ajustada, el escote bastante dramático, anunciaba un juego divino de senos redondos y grandes. De su cuello colgaba una pequeña cadena de oro con una piedra negra. La camisilla terminaba justamente en la mitad del ombligo. Descubría una cintura bastante fina y unas caderas anchas pero apretadas. La falda de cuero negro mostraba más de lo que se supone que escondía. Helena la subió unos segundos para acomodar una pequeña daga en la liga que tenía apretada a sus muslos, “Ay mijita, toma esto, que ningún desgraciado te vaya a joder. Jódelos tu a ellos.”—le había dicho su abuela una vez mientras le entregaba la daga; bajó su falda, la estiró un poco. Se acomodó la medallita de María Egipcíaca, que una vez su abuela también le había dado por protección divina. Se soltó la melena, la alborotó un poco. Tomó su cartera. Besó la fotografía de su abuela y apagó la luz. Ya estaba lista para la cacería.
El cielo nocturno se veía totalmente despejado, buen presagio para la noche. La lluvia en esta ciudad no dañaría sus planes de depredadora. La vorágine inmaculada iba como gato en la noche, sigilosa, vigilando sus pasos mientras atravesaba los callejones oscuros que la harían llegar a la Avenida Principal. Entre los recovecos, los recuerdos se le aparecían como fantasmas, como martirios incesantes. Pasó por la casa azul de la calle Lerele. Ahí fue la primera vez que se acostó con un hombre a quien amaba ciertamente. Cuando hizo el amor y no cuando tuvo sexo. Antonio Flores se llamaba ese amor, un día se le desapareció, como la mayoría de los hombres que vinieron después. Por eso ahora ella era la que escapaba. Una noche con cualquiera era suficiente.


Veía a las niñas pequeñas correr sin miedo por esa suciedad, ella no podía hacerlo de pequeña. Tenía miedo de que el señor del lunar como el de ella llegara y se la llevara. Las miró y su miedo comenzaba a apoderarse de su cuerpo. “¡No! esta noche no.” Siguió caminando, los ladridos de los perros hicieron que acelerara un poco su paso. Recordó los intentos con la droga en los callejones sin salida, pero a tiempo descubrió que eso no era lo suyo. Lo suyo era la libertad, el sentirse en su piel y no en la distancia de la misma por más dolorosa que fuera la carga. ¿Qué cosa más horrible podría pasarle ahora, si todo lo vivió en la infancia? ¿Morir? No se preocupaba tanto por eso. Ya había sobrevivido a la muerte varias veces. El sólo arriesgarse a salir de noche por aquellos lugares era un esfuerzo épico. Pero ella tenía fe en sus encantos, en su capacidad de la fuga en momentos difíciles. La calle se lo había enseñado. A veces no tenía miedo de la gente, sino de sí misma.


Dos o tres piropos le fueron lanzados por algunos de los muchachos que andaban en una esquina pasando el rato. Ella los miró de reojo, uno de ellos había pasado por sus manos, la diversión no fue mucha, él creía quererla, pero ella no lo creía, ella era mucha cosa para él. Cruzó dos callejones más. Había uno que le traía pesadumbre pero no dolor. Era el más oscuro de todos. En ese sufrió una de las primeras consecuencias de trabajar en la calle. Varios en la oscuridad la tomaron a la fuerza. Desgarraron sus ropas, la arrastraron por el suelo. Le pegaron duro, la patearon hasta más no poder, uno por uno, cuatro, la violaron. –Puta, coge lo que tanto te gusta—le dijeron. Ellos no supieron que ella no sintió nada, ni dolor, ni rabia. Tampoco hubo vacío. En su piel se afloró una libertad en la que podía fluir sin conciencia.


Ya parada por fin en una de las esquinas de la Avenida Principal, esperaba el primer cliente. Mientras pasaba el tiempo, se hacía ideas en la cabeza, se imaginaba cómo sería su próximo hombre. Alto, bajo, gordo, musculoso. No tenía preferencia por ninguno. Esa noche se sentía amable, dadivosa, hoy más que trabajo, el polvo sería por diversión, con una recompensa monetaria. Un carro negro se acercó, ella curveó sus caderas hacia un lado. Caminó despacio mientras el hombre bajaba la ventanilla.


—Hola preciosura.
—Buenas noches guapo—nunca perdió los buenos modales.
—¿Qué andas buscando esta noche?
—No sé, tal vez algún hombre dadivoso, que sepa hacer disfrutar a una preciosura, como yo.—dijo con una sonrisa pícara


El hombre asomó su cabeza a la luz aunque no se apreciaban bien sus facciones. Eso sí, pudo notar que era bastante mayor, por lo menos para su edad, le podría llevar fácilmente unos treinta a cuarenta años. Ella nunca los miraba fijo a los ojos, no se fijaba mucho en sus caras, iba directo al grano, unas veces a disfrutar, otras si la situación lo ameritaba; por el dinerito.


—Me salió picarona la muchacha.
—No papito, algo más que picarona—le decía mientras daba una vuelta para que el comprador de carnes apreciara las suyas duras y firmes.
—Eso que tienes atrás, se ve caro.
—Es caro, pero si me llevas esta noche a un lugar cómodo puedo hacerte un descuento.
—A mí no me tienes que hacer descuentos, con semejante mercancía, es para ponerte en altar.
—Altar no, capilla ardiente.
Vio en su cara el entusiasmo. Él abrió la puerta del carro. Ella se montó con elegancia.
—Nunca te había visto por estos lugares.
—Es que no me paso en el mismo lugar todo el tiempo. Tengo diferentes puntos, me gusta moverme.
Comenzó a acariciar sus brazos. A desabotonarle la camisa. La oscuridad del auto permitía que su imaginación corriera.
—Oye, ¿no esperas a que estemos cómodos?
—Para qué, eso nos quita tiempo.
Se dejó acariciar la entrepierna, ella frotaba sus manos con una sutil presión mientras le mordía las orejas.
—¿Conoces un lugar que te guste por aquí?
—Después de esas dos luces, dobla a la izquierda, es un lugar espectacular donde se puede escuchar la playa. Y es barato.
—Perfecto—seguía conduciendo.—Podrías utilizar otras partes de tu cuerpo para jugar conmigo.
—Sin instrucciones papito, yo sé lo que hago.


El juego de la seducción era veloz. Ambos pasaban por sensaciones de recuerdo, algo había en ambos que comunicaba más que un toma y dame. Ella, la vorágine inmaculada de noches sin fin, cabeceaba en sus ingles como si fuera lo último que haría, él contraía el abdomen de vez en cuando, uno que otro quejido se escapaba de la boca de ambos. El camino hacia las dos luces se hizo eterno.


—Suave cachorra.
—Me pediste y yo complazco.


Llegaron a la luz. El dobló como ella dijo hacia la izquierda. Era una calle sin salida pero de frente se veía el mar. Había un local bastante iluminado. Leyó el letrero “Motel Troya”. Ambos bajaron. Él pagó la habitación como correspondía. Subieron las escaleras a toda prisa, las luces de los pasillos eran tenues. El sacó fuerzas, la tomó entre sus brazos. Ella se le enganchó como pudo, cruzó sus piernas por la espalda.


Cuando abrieron la puerta, el la tomó a la fuerza. La trepó sobre la coqueta, le quitó la camisilla y empezó a comer de la ambrosía tropical de sus pechos. Mordía, chupaba, lamía. La volvía loca. Con sus manos se abría paso por los pliegues bivalvos de Helena. Sentía cómo se humedecía, ella se quitó todo excepto la liga. Ella lo empujó, logró tirarlo sobre la cama. Apagó la luz con el interruptor que estaba pegado al espaldar. Logró entre la oscuridad sacar de su cartera un condón. Se lo puso con la boca. Comenzó a cabalgar. Se viraron en la cama. El ahora la embestía. Helena sentía como la pequeña daga la hincaba.


—Esto es una delicia.
—Tú cállate y sigue.
—Seguro que nadie te trata así, seguro que nadie te quiere como yo.
—No, nadie, nadie como tú—dijo Helena con un desespero por querer adentrarse en el mar de éxtasis y del vértigo total. Eso era lo suyo, eso era lo que le gustaba, lo que la llenaba, lo que la hacía feliz.
—Ay mi morenita—le mordía la boca—ay mi preciosura. Déjate ir, vente…conmigo. Piérdete morenita.


Nadie la había llamado morenita desde aquella vez. Helena abrió los ojos en la oscuridad. El recuerdo de esa figura casi borrosa se confundía con la imagen borrosa que estaba sobre y dentro de ella. La cama rechinaba con más velocidad. Con la mano alcanzó el interruptor y encendió la luz. Lo miró fijo a los ojos, era la primera vez que lo hacía. El casi terminaba. Ella dejó de sentir en ese mismo instante, sólo podía ver esa cara y llorar. “Que ninguno te joda. Jódelos tú a ellos”, fue lo único que le pasó por la mente. Toda la libertad, el deseo de seguir en la calle, de venderse al primero que veía, el disfrutarse cada cuerpo se quebró como un espejo que cae al suelo. Todo en pedacitos. Así estaba ella, en pedacitos tan minúsculos que se perdió, no se encontraba. Se acordó de la daga. La sacó con su mano. Intentó despegarlo de su cuerpo.


—¿Qué pasa? Ahora no. Tranquila
—No quiero más, suéltame.
—¿Cómo que te suelte?


Estalló la bomba, el volcán. Una explosión a sus sentidos llevó a que Helena enterrara la daga completa en el cuerpo del hombre. Se le trepó encima y comenzó a acuchillarlo. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho. Se paró tranquilamente, fue al baño, lavó su daga, limpió sus partes. Se miró al espejo, esa noche la inmaculada vorágine había sido corrupta, corrompida por todos los años de su ausencia. Vistió su cuerpo. Amarró la daga a la liga. Tomó la cartera y apagó la luz.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Un buen blog. Saludos de www.fotografia101.com , un foro de fotografía puertorriqueño